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¿Qué es una partícula elemental?
Se ha pensado en ellas de muchas maneras: como objetos puntuales, excitaciones de un campo o matemáticas puras que han irrumpido en la realidad. Ahora, dos nuevos enfoques están redefiniendo la idea de partícula elemental.
EN SÍNTESIS
La idea de partícula elemental puede abordarse desde ángulos sorprendentemente dispares. Estos incluyen desde su definición en términos de excitaciones de un campo hasta un enfoque puramente matemático basado en grupos de simetría.
En los últimos años, dos líneas de investigación han comenzado a cambiar la manera de pensar en los constituyentes básicos del universo. Una de ellas parte de una imagen de la naturaleza basada puramente en qubits e información cuántica.
Otra se basa en lo único que realmente pueden medir los experimentos: la probabilidad de que las partículas interaccionen de una forma u otra. Tales probabilidades parecen poseer una estructura subyacente que los físicos intentan desentrañar.
Dado que todo en el universo se reduce a partículas elementales, la pregunta resulta natural: ¿qué son? Una respuesta fácil enseguida se revelará insatisfactoria. Se supone que los electrones, los fotones, los quarks y las demás partículas «fundamentales» carecen de estructura interna o extensión física. Según Mary K. Gaillard, física de partículas de la Universidad de California en Berkeley que en los años setenta predijo la masa de dos tipos de quarks, «básicamente pensamos en una partícula como en un objeto puntual». Sin embargo, las partículas difieren en rasgos como la carga o la masa. ¿Cómo es posible que un punto sin dimensiones «pese»?
«Decimos que son fundamentales», afirma Xiao-Gang Wen, físico teórico del Instituto de Tecnología de Massachusetts, «pero esto no es más que una manera de decirles a los estudiantes: “¡No preguntes! No sé la respuesta. Es fundamental y listo, no preguntes más”.».
Si se tratase de cualquier otro objeto, sus propiedades dependerían de su estructura física y, en último término, de las partículas que lo componen. Pero las propiedades de las partículas elementales no se derivan de otros constituyentes, sino de su estructura matemática. En tanto que conforman el punto de contacto entre las matemáticas y la realidad, las partículas se encuentran a caballo entre ambos mundos, en una especie de equilibrio incierto.
Al preguntar a varios físicos de partículas qué es una partícula, las respuestas han resultado ser sorprendentemente variadas. Todos ellos hacen hincapié en que los distintos puntos de vista no son excluyentes, sino que capturan distintas facetas de la verdad. También han descrito dos nuevas líneas de investigación que están intentando proporcionar una imagen más amplia y satisfactoria de las partículas.
«¿Qué es una partícula? No cabe duda de que es una pregunta muy interesante», afirma Wen. «Estamos haciendo progresos para poder responderla. No diré que existe un punto de vista único, pero hay diferentes visiones y todas ellas parecen interesantes.»
Una función de onda colapsada
El intento de entender los constituyentes fundamentales de la naturaleza se remonta a la antigua Grecia y a la afirmación de Demócrito de que tales objetos existen. Dos milenios después, Isaac Newton y Christiaan Huygens discutieron si la luz estaba compuesta por partículas o por ondas. Unos 250 años después, la mecánica cuántica demostró que ambos sabios estaban en lo cierto: la luz consta de pequeños paquetes de energía llamados fotones, los cuales pueden comportarse como ondas o como partículas.
La dualidad onda-partícula resultó ser el síntoma de una profunda rareza. En los años veinte del siglo pasado, la mecánica cuántica reveló que la mejor descripción de los fotones y otros objetos cuánticos es en términos de abstractas «funciones de onda»: entidades matemáticas dependientes del tiempo que codifican la probabilidad de que la partícula muestre unas propiedades u otras. Por ejemplo, la función de onda de un electrón puede estar esparcida por el espacio, con lo que este tendrá asociadas varias localizaciones posibles. Pero lo extraño es que, cuando usamos un detector y medimos su posición, la función de onda súbitamente «colapsará» en un solo punto y el aparato registrará la partícula en ese lugar.
Una partícula es, por tanto, una función de onda colapsada. Pero ¿qué significa eso? ¿Por qué la observación causa que una función extendida colapse y aparezca una partícula concreta? ¿Qué decide el resultado de la medida? Casi un siglo después, los físicos siguen sin tener la menor idea.
La excitación de un campo cuántico
Poco después la imagen se hizo aún más extraña. En los años treinta, los físicos se percataron de que la función de onda de un gran número de fotones se comporta colectivamente como una sola onda que se propaga como una combinación de campos eléctricos y magnéticos. Esta no es otra que la imagen de la luz descubierta en el siglo XIX por James Clerk Maxwell. Pero los investigadores descubrieron que era posible «cuantizar» una teoría de campos clásica imponiendo que los campos solo pudieran oscilar en cantidades discretas, conocidas como cuantos del campo. Además de los fotones (los cuantos de luz), Paul Dirac y otros físicos hallaron que la idea podía extenderse a los electrones y a todo lo demás. Según la teoría cuántica de campos, las partículas son las excitaciones de los campos cuánticos que llenan el espacio.
Al afirmar la existencia de tales campos, más fundamentales, la teoría cuántica de campos rebajó el estatus de las partículas, las cuales pasaron a ser meros fragmentos de energía que agitaban los campos cuánticos. Pero, a pesar de ese bagaje ontológico de campos omnipresentes, la teoría cuántica de campos acabaría convertida en el lenguaje de la física de partículas, ya que permitía predecir con una precisión extrema el comportamiento de las partículas cuando interaccionan entre sí. Tales interacciones son, precisamente, las que construyen el mundo a un nivel básico.
A medida que se fueron descubriendo más partículas y sus campos asociados, comenzó a desarrollarse una perspectiva paralela. Las propiedades de las partículas y los campos parecían seguir pautas numéricas. Y, al extenderlas, los físicos lograron predecir la existencia de nuevas partículas. «Una vez que codificamos matemáticamente las pautas observadas, esas matemáticas se tornan predictivas», explica Helen Quinn, física de partículas e investigadora emérita de Stanford. Al mismo tiempo, esos patrones matemáticos ofrecieron una perspectiva más abstracta y potencialmente más profunda de la verdadera naturaleza de las partículas.
Una representación de un grupo
Mark Van Raamsdonk recuerda el comienzo de su primera clase de teoría cuántica de campos como estudiante de doctorado en la Universidad de Princeton. El profesor entró, miró a los estudiantes y preguntó: «¿Qué es una partícula?». «Una representación irreducible del grupo de Poincaré», respondió un adelantado compañero de clase. Dando por sentado que esa definición, aparentemente correcta, era conocida por el resto de los estudiantes, el profesor prescindió de explicaciones adicionales y comenzó a impartir una inescrutable serie de clases. «En todo el semestre no aprendí nada en ese curso», afirma Van Raamsdonk, hoy un respetado físico teórico en la Universidad de la Columbia Británica.
La profunda respuesta de aquel estudiante constituye un estándar entre los expertos: las partículas son «representaciones» de grupos de simetrías, que, a su vez, son conjuntos de transformaciones que pueden aplicarse a los objetos. Consideremos un triángulo equilátero. Si lo rotamos 120 grados, 240 grados, lo reflejamos con respecto a la línea que une cada vértice con el punto central del lado opuesto o, simplemente, no hacemos nada, el triángulo resultante será idéntico al de partida. Estas seis simetrías forman un grupo. Dicho grupo puede expresarse como un conjunto de matrices: tablas de números que, al multiplicarlos por las coordenadas de un triángulo equilátero, nos devuelven las mismas coordenadas. El conjunto formado por esas matrices constituye una «representación» del grupo de simetría.
De manera similar, los electrones, los fotones y las demás partículas elementales son objetos que permanecen esencialmente iguales cuando sobre ellos actúa un cierto grupo. En concreto, las partículas son representaciones del llamado grupo de Poincaré: el grupo que dicta las diez maneras posibles de moverse en el continuo espaciotemporal. Un objeto puede trasladarse en las tres direcciones espaciales y en el tiempo; puede también rotar en las tres direcciones del espacio, y moverse con velocidad constante a lo largo de ellas. En 1939, el físico matemático Eugene Wigner identificó las partículas como los objetos más simples que pueden trasladarse, rotar o moverse.
Lo que Wigner realmente supo ver fue que, para que un objeto pudiera cambiar de la manera correcta bajo esas diez transformaciones del grupo de Poincaré, ha de tener un conjunto mínimo de propiedades. Esas son las propiedades que definen a las partículas. Una de ellas es la energía: en el fondo, esta no es más que la cantidad que se mantiene constante cuando el objeto se desplaza en el tiempo. De forma similar, el momento lineal es la propiedad que se conserva cuando el objeto se mueve en el espacio.
Hay una tercera propiedad que es necesario especificar para saber cómo se transforman las partículas cuando las rotaciones espaciales se combinan con movimientos en el espacio tridimensional (ambos tipos de transformaciones dan lugar a rotaciones en el espaciotiempo). Dicha propiedad es el espín. Cuando Wigner llevó a cabo su trabajo, los físicos ya sabían que las partículas tienen espín, una especie de momento angular intrínseco que determina numerosos aspectos del comportamiento de la partícula, incluido si actúa como materia (como los electrones, por ejemplo) o como fuerza (los fotones). Wigner demostró que, en el fondo, «el espín no es más que una etiqueta que tienen las partículas debido a que en el mundo existen las rotaciones», explica Nima Arkani-Hamed, físico teórico de partículas del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton.
Las diferentes representaciones del grupo de Poincaré corresponden a partículas con un número distinto de «etiquetas de espín», o grados de libertad que se ven afectados por las rotaciones. Por ejemplo, hay partículas que tienen tres grados de libertad de espín, las cuales rotan de la misma manera que los objetos tridimensionales con los que estamos familiarizados. Por su parte, todas las partículas de materia poseen dos grados de libertad de espín, a los que podemos llamar «espín hacia arriba» y «espín hacia abajo». Estas partículas rotan de manera diferente. Cuando giramos un electrón 360 grados, su estado de espín se invierte. Como analogía visual, podemos pensar en lo que le ocurre a una flecha que se desplaza a lo largo de una banda de Möbius: tras una vuelta, la flecha acabará apuntando en sentido contrario al de partida. En la naturaleza hay también partículas elementales con una y con cinco etiquetas de espín. Por ahora, lo único que parece faltar es una representación del grupo de Poincaré con cuatro etiquetas de espín.
La correspondencia entre partículas elementales y representaciones resulta tan directa que algunos físicos, como el profesor de Van Raamsdonk, las identifican. Otros ven en ello una mezcla de conceptos. «La representación no es la partícula; es una manera de describir ciertas propiedades de la partícula», señala Sheldon L. Glashow, receptor del premio Nobel de física en 1979 y profesor emérito de Harvard y la Universidad de Boston. «No confundamos ambas cosas», advierte.
Objetos con varias capas
Haya o no distinción, la relación entre la física de partículas y la teoría de grupos fue enriqueciéndose a lo largo del siglo xx. Varios hallazgos mostraron que las partículas elementales no solo tienen el conjunto mínimo de etiquetas que hacen falta para navegar por el espaciotiempo. Poseen también etiquetas adicionales y un tanto superfluas.
Dos partículas con la misma energía, momento y espín se comportarán de idéntico modo bajo las diez transformaciones del grupo de Poincaré. Sin embargo, pueden diferir en otros aspectos, como la carga eléctrica. Cuando, a mediados del sigloxx, se descubrió lo que Quinn llama «el zoo de partículas», se observaron varias diferencias entre ellas que obligaron a introducir nuevas etiquetas. Estas se conocen con los apodos de «color» y «sabor». Al igual que las partículas son representaciones del grupo de Poincaré, los teóricos han llegado a la conclusión de que estas propiedades adicionales reflejan nuevas maneras en que las partículas pueden transformarse. Pero, en lugar de corresponder a movimientos en el espaciotiempo, tales transformaciones resultan ser más abstractas. Por decirlo de alguna forma, lo que hacen es cambiar los «estados internos» de las partículas.
Consideremos la propiedad denominada color. En los años sesenta, los físicos concluyeron que los quarks, los constituyentes elementales del núcleo atómico, existían en una combinación probabilística de tres posibles estados que apodaron «rojo», «verde» y «azul». Estos calificativos no guardan ninguna relación con colores reales ni con cualquier otra propiedad perceptible. Lo único que importa es el número de etiquetas: los quarks, que tienen tres, son representaciones de un grupo de transformaciones llamado SU(3), que consiste en los infinitos modos de mezclar matemáticamente esas tres etiquetas.
Mientras que las partículas con color constituyen representaciones del grupo de simetría SU(3), las partículas con las propiedades internas de sabor y carga eléctrica son representaciones de los grupos de simetría SU(2) y U(1). Por eso suele decirse que el modelo estándar de la física de partículas, la teoría cuántica de campos que describe todas las partículas elementales conocidas y sus interacciones, corresponde al grupo de simetría SU(3)×SU(2)×U(1), que consiste en todas las posibles combinaciones de las operaciones de simetría en los tres subgrupos (que las partículas también se transforman bajo el grupo de Poincaré resulta probablemente tan obvio que, a estas alturas, no parece que nadie sienta la necesidad de mencionarlo).
Medio siglo después de su formulación, el modelo estándar sigue vigente. Aun así, se trata de una descripción incompleta del universo. No incluye la gravedad, una interacción que la teoría cuántica de campos no consigue tratar por completo, y que la teoría de la relatividad general de Einstein describe de manera independiente como un efecto de la curvatura del espaciotiempo. Y más allá, la estructura tripartita SU(3)×SU(2)×U(1) del modelo estándar suscita preguntas. Dimitri Nanopoulos, veterano físico de partículas de la Universidad de Texas A&M, lo expresa así: «¿De dónde diablos viene todo esto? Bien, supongamos que funciona. Pero ¿qué es esto? No puede haber tres grupos. Lo que quiero decir es que “Dios”, entre comillas, puede hacerlo bastante mejor».
Cuerdas en vibración
En los años setenta, Glashow, Nanopoulos y otros investigadores intentaron encajar el grupo SU(3)×SU(2)×U(1) en un grupo de transformaciones mayor. La idea era que, en el origen del universo, todas las partículas habrían sido representaciones de un solo grupo de simetría, y que las cosas comenzaron a complicarse cuando esa simetría primigenia se rompió. El candidato más natural para formular esa «teoría de gran unificación» fue el grupo SU(5), pero pronto los experimentos descartaron dicha opción. Con todo, otras posibilidades menos atractivas permanecen abiertas.
Los investigadores depositan mayores esperanzas en la teoría de cuerdas. Esta parte de la idea de que, si ampliásemos una partícula lo suficiente, lo que veríamos no sería un objeto puntual, sino un pequeño filamento que vibra. También descubriríamos que el espacio tiene seis dimensiones más, que según la teoría de cuerdas estarían enrolladas sobre sí mismas en cada punto de nuestro conocido espaciotiempo tetradimensional. A su vez, la geometría que adoptan esas seis dimensiones determina las propiedades de las cuerdas y, con ellas, las del mundo macroscópico. Y las simetrías «internas» de las partículas, como las operaciones de SU(3) que transforman el color de los quarks, adquieren así un significado físico: corresponden a rotaciones en esas diminutas dimensiones espaciales, de manera similar a como el espín refleja las rotaciones en las dimensiones macroscópicas. Según Nanopoulos, «la geometría nos da la simetría y esta, a su vez, nos da las partículas; todo va unido».
No obstante, si las cuerdas o las dimensiones adicionales existen, serían demasiado pequeñas para poder detectarlas en los experimentos, por lo que, en ausencia de estos, han surgido otras ideas. A lo largo de la última década, dos estrategias han atraído a las mentes más brillantes de la física fundamental. Y, una vez más, ambas han revitalizado la imagen de las partículas.
Una deformación en un océano de qubits
La primera de estas líneas de investigación sigue el eslogan en inglés it from qubit, que expresa la hipótesis de que todo lo que existe en el universo (it, «eso», lo que incluye no solo las partículas, sino también el espaciotiempo en el que están insertadas) emerge a partir de bits cuánticos de información, o qubits. Un qubit constituye una combinación probabilística de dos estados, usualmente denotados 0 y 1. Y aunque pueden almacenarse en sistemas físicos, al igual que los bits ordinarios en los transistores, desde un punto de vista más abstracto es posible pensar en ellos como en mera información. Cuando consideramos múltiples qubits, sus posibles estados pueden entrelazarse, de forma que cada uno de ellos depende de todos los demás. Debido a estas particularidades, un número modesto de qubits puede codificar una gran cantidad de información.
Para entender a qué corresponden las partículas en esta imagen del universo, primero hemos de entender el espaciotiempo. En 2010, Van Raamsdonk escribió un influyente artículo en el que puso en negro sobre blanco lo que ya venían señalando varios cálculos y donde argumentaba que los qubits entrelazados podían ser las «costuras» que mantienen unido el tejido espaciotemporal. Durante décadas, diversos cálculos, experimentos mentales y ejemplos sencillos han indicado que el espaciotiempo tiene propiedades «holográficas»: toda la información contenida en una región del espaciotiempo puede codificarse en grados de libertad situados en un espacio con una dimensión menos; un espacio que, con frecuencia, es la frontera de la región considerada [véase «El espacio, ¿una ilusión?», por Juan Maldacena; Investigación y Ciencia, enero de 2006]. Según Van Raamsdonk, «en los últimos diez años hemos entendido muchísimo mejor cómo funciona esta codificación».
Lo que resulta más sorprendente y fascinante de la relación holográfica es que el espaciotiempo tiene curvatura porque incluye la gravedad; sin embargo, el espacio de dimensión menor que codifica la información de una región curva es un sistema puramente cuántico que carece de curvatura, de gravedad o incluso de geometría. Puede entenderse como un sistema de qubits entrelazados. Y según este programa de investigación, las propiedades del espaciotiempo (su robustez y sus simetrías) provienen esencialmente de la manera en que se entrelazan esos ceros y unos. La larga búsqueda de una descripción cuántica de la gravedad se reduciría así al problema de identificar el tipo de entrelazamiento entre qubits que codifica la clase concreta de espaciotiempo que encontramos en el universo.
Por ahora, los físicos han aprendido mucho más sobre cómo funciona esta idea en «universos de juguete» con curvatura negativa, con los que resulta relativamente fácil trabajar. Nuestro mundo, en cambio, tiene curvatura positiva. Pero, para su sorpresa, los investigadores han hallado que, siempre que un espaciotiempo de curvatura negativa admite una descripción holográfica, las partículas acaban apareciendo. Es decir, siempre que un sistema de qubits codifique holográficamente una región del espaciotiempo, habrá patrones de entrelazamiento entre qubits que corresponderán a porciones de energía localizadas flotando en ese mundo con una dimensión más.
Lo importante es que, al traducir las operaciones algebraicas sobre qubits al lenguaje del espaciotiempo, «estas se comportan exactamente como rotaciones que actúan sobre partículas», explica Van Raamsdonk. «Te das cuenta de que existe esa imagen codificada en un sistema cuántico sin gravedad. Y de alguna manera, ese código —siempre que podamos descifrarlo— nos dice que hay partículas en algún otro espacio», añade. El hecho de que el espaciotiempo holográfico contenga siempre esos estados de partículas constituye «una de las características más importantes que distingue estos sistemas holográficos de otros sistemas cuánticos», continua Van Raamsdonk. «Creo que nadie entiende realmente por qué los modelos holográficos muestran esta propiedad.»
Resulta tentador imaginar que los qubits tienen algún tipo de ordenación espacial que crea el universo holográfico, del mismo modo que un holograma ordinario se proyecta a partir de configuraciones espaciales. Sin embargo, las relaciones e interdependencias entre los qubits pueden ser mucho más abstractas y no poseer ordenación espacial alguna. «No es necesario hablar de esos ceros y unos como si vivieran en un espacio en particular», indica Netta Engelhardt, física del Instituto de Tecnología de Massachusetts que en 2020 recibió uno de los premios Breakthrough por sus trabajos sobre la información cuántica contenida en un agujero negro [véase «La paradoja más famosa de la física se acerca a su fin», por George Musser; Investigación y Ciencia, febrero de 2021]. «Podemos hablar de la existencia abstracta de ceros y unos y de cómo un operador actuaría sobre ellos. Y todo eso no son más que relaciones matemáticas abstractas», explica.
No cabe duda de que aún queda mucho por entender. Pero, si esta imagen de la naturaleza basada en qubits es correcta, entonces las partículas serían hologramas, al igual que el propio espaciotiempo. Su definición más fiel sería en términos de qubits.
Lo que miden los detectores
Por último, otro grupo de investigadores, autodenominados «amplitudólogos», intentan devolver el foco de atención a las partículas mismas. Su argumento es que la teoría cuántica de campos, el lenguaje de la física de partículas, cuenta una historia demasiado enrevesada. Los físicos la usan para obtener ciertas fórmulas básicas llamadas amplitudes de dispersión, las cuales se encuentran entre las características de la realidad más básicas que pueden calcularse. Cuando las partículas colisionan, las amplitudes indican la manera en que se transforman y se dispersan. Y dado que el mundo surge de las interacciones entre partículas, los físicos comprueban su descripción de la naturaleza comparando las amplitudes de dispersión que han calculado con los resultados de los experimentos, como los que se llevan a cabo en el Gran Colisionador de Hadrones (LHC) del CERN.
Por regla general, calcular esas amplitudes requiere tener en cuenta todas las maneras posibles en que pueden reverberar las ondulaciones de los campos cuánticos antes de convertirse en las partículas estables que emergerán del punto donde se produjo la colisión. Y curiosamente, cientos y cientos de páginas de cálculos suelen acabar simplificándose en una fórmula que cabe en una sola línea. Por ello, los amplitudólogos argumentan que la representación en términos de campos cuánticos está oscureciendo un patrón matemático mucho más simple. Arkani-Hamed, uno de los líderes de este programa de investigación, se refiere a los campos como «una ficción conveniente». «En física, muy a menudo cometemos el error de cosificar el formalismo», afirma. «Empezamos dejando caer en el lenguaje que lo real son los campos cuánticos y que las partículas son excitaciones. Hablamos de partículas virtuales. Pero nada de eso hace clic en ningún detector.»
Los amplitudólogos creen que existe una imagen más veraz y matemáticamente más sencilla de las interacciones entre partículas. En algunos casos, están encontrando que el enfoque de Wigner basado en la teoría de grupos puede también extenderse a las interacciones, sin el galimatías que suelen implicar los campos cuánticos. Lance J. Dixon, destacado amplitudólogo del Centro del Acelerador Lineal de Stanford (SLAC), explica que los teóricos han usado las rotaciones de Poincaré estudiadas por Wigner para deducir directamente la «amplitud a tres puntos», una fórmula que describe la manera en que una partícula puede desintegrarse en dos. También han demostrado que dicha amplitud a tres puntos puede usarse como elemento básico con el que construir las amplitudes a cuatro y más puntos, las cuales corresponden a más partículas. Esas interacciones dinámicas parecen emerger de simetrías básicas.
Para Dixon, lo más emocionante es que las amplitudes de dispersión en las que intervienen gravitones (las hipotéticas partículas transmisoras de la gravedad) resultan ser el cuadrado de las amplitudes en las que intervienen gluones (los transmisores de la interacción nuclear fuerte). Asociamos la gravedad a la estructura del espaciotiempo, mientras que los gluones se propagan en él. A pesar de ello, unos y otros parecen surgir de las mismas simetrías. «Es algo muy extraño. Por supuesto, aún no entendemos en todos sus detalles cuantitativos por qué ambas representaciones son tan diferentes», afirma Dixon.
Por su parte, Arkani-Hamed y sus colaboradores han encontrado nuevos andamiajes matemáticos para llegar directamente a los resultados. Uno de ellos es el «amplituedro», un objeto geométrico que codifica las amplitudes de dispersión de las partículas. Esto abandona la imagen según la cual las partículas colisionan en el espaciotiempo mediante toda una cadena de causas y efectos. «Estamos buscando en el mundo platónico de las ideas estos objetos que automáticamente nos proporcionan propiedades causales», indica Arkani-Hamed. «Entonces podemos decir: “¡Ajá! ahora entiendo por qué esta imagen puede interpretarse como una evolución”.»
La línea de investigación basada en qubits y la amplitudología abordan las grandes cuestiones de manera tan diferente que es difícil saber si se complementan o se contradicen. «Al final, la gravedad cuántica tiene alguna estructura matemática que por ahora solo estamos arañando», afirma Engelhardt. La investigadora añade que, en último término, hará falta una teoría cuántica de la gravedad y del espaciotiempo para entender cuáles son los elementos fundamentales del universo a las escalas más básicas: una versión más elaborada de la pregunta de qué es una partícula. Engelhardt reconoce que, por ahora, «la respuesta corta es “no lo sabemos”».
Este artículo apareció originalmente en QuantaMagazine.org, una publicación independiente promovida por la Fundación Simons para potenciar la comprensión pública de la ciencia.
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